Hoy me he levantado nostálgica. Pero no teman. No he recordado aquellos “ojos claros, serenos, si de un dulce mirar sois alabados, ¿por qué si me miráis, miráis airados?” del humanista sevillano Gutierre de Cetina que tanto me gusta. No. Me he levando con la nostalgia macabra –pero no sórdida- de la médico forense en excedencia que ahora soy, y me ha apetecido hacer una autopsia.
¿Sobre qué? ¿Sobre quién?
Leo en el periódico: “Cada año se producen en España más de 50.000 separaciones y 35.000 divorcios.” Dos de mis mejores amigos, talluditos ya, pasados los sesenta, se acaban de divorciar. Mi asistenta está separada, y en mi hospital donde trabajo, cada día circula el rumor de una nueva y sorprendente ruptura matrimonial. Por no hablar de los numerosos noviazgos “de toda la vida” entre estudiantes, que al alcanzar un puesto de trabajo o cambiar de residencia, se disuelven como un azucarillo en un vaso de leche caliente.
¿Qué está pasando en esto del amor? ¿O ha ocurrido siempre, y no nos hemos enterado? Incógnita sobre la que apremia realizar una revisión sistemática. O como he dicho, una autopsia metafórica.
Así pues, me he propuesto conocer por dentro qué ocurre con eso del desamor. Ese estado que, como los accidentes de coche, parece que nunca nos va a llegar. Pero ¡pásmense! Sólo con entrar en el buscador Google con la palabra divorcio aparecen 2.980.000 resultados. “Y sin embargo se mueve”, que diría Galileo Galilei. He intentado adoptar la mentalidad rigurosa del estratega, la frialdad del entomólogo, y me he dedicado a profundizar en el asunto.
El enamoramiento según Francesco Alberoni, es “un desarraigo del pasado, una mutación revolucionaria, un rehacer la historia, un impulso hacia delante”. O dicho en un estilo prosaico, es un cóctel bioquímico de dopamina, adrenalina, serotonina y oxitocina mezcladas con algo de morbo. Pero.. ¡qué maravillosa combinación! Cuando encontramos al ser deseado, ese fragmento del universo con el que ensamblarnos, ese clon que completa nuestro lado masculino o femenino según el sexo, sucede que los cristales bioquímicos con los que miramos a nuestro alrededor se vuelven de color rosado. Los arrebatos sentimentales nos obnubilan, nos conmocionan. Nos volvemos locos. O tal vez, borrachos permanentes. Como decía Carl Jung el efecto que produce la proyección del animus sobre la persona amada, equivale a un estado de embriaguez absoluta.
El flechazo, el enamoramiento, funciona. Pero según las palabras de Helen Ficher, antropóloga estadounidense, en su libro “Porqué amamos”, tiene una fecha de caducidad estimada en unos cuatro años. El vértigo, las mariposas en el estómago, los sudores y las palpitaciones, el limbo mágico en el que habitamos, bruscamente o poco a poco, se desploma y se convierte en una rutina gris. Eso en el mejor de los casos. Otras veces la transformación es drástica. Del deseo a la obsesión, de la autonomía a la dependencia, de la confianza a los celos, de la libertad a la desidia, del compromiso a la esclavitud, solo hay un paso.
¿Qué ha ocurrido? Probablemente que hemos despertado. Que a la persona que hemos amado, a la que tenemos enfrente, no la hemos visto realmente como es. Hemos proyectado sobre ella nuestros propios sueños, nuestra identidad más oculta, nuestras esperanzas más deseadas, nuestras determinaciones más profundas. Y cuando descubrimos la verdad, cuando la carcoma invisible muestra sus efectos, se plantea el nudo y el desenlace de la obra, casi a la vez. ¿Tragedia, comedia, drama? Es ese el momento en que realmente la historia tiene interés.
Cuando era niña me preguntaba que pasaba después de que el príncipe y la doncella se casaban. Eso de “fueron felices y comieron perdices”, no me acababa de convencer. De mayor, he sabido que es a partir de ese instante cuando realmente comienza el cuento, la aventura.
Abiertos por fin los ojos, puede que la fuerza de la unión continúe sustentada en la admiración, la ternura, la costumbre o incluso la compasión.
Existirá el futuro de la pareja, con un cierto viso de felicidad. Pero si aparecen los cuatro jinetes del Apocalipsis, la incomunicación, el desprecio, la crítica constante, y la falta de deseo, de pasión sexual, la condena está firmada. Porque no nos engañemos: una realidad basada en la responsabilidad, el respeto, y el futuro compartido, es una relación a la que se puede llamar contrato, sociedad, acuerdo… pero no amor.
Tal vez, y visto lo visto, lo mejor y más pragmático sería firmar un documento de consentimiento informado, al modo del que se cumplimenta antes de una intervención médica. Saber lo que puede pasar, conocerlo, aceptarlo, asumir el riesgo, pero al mismo tiempo tener una opción a la que recurrir llegado el momento, y dar un paso atrás. Sería este consentimiento informado también en el amor, más operativo que el divorcio traumático y las rupturas agresivas que a veces hieren y a menudo matan. Consentimiento informado ¿también en el amor? Si. Rotundamente.
Pero si les repugna el resultado de este balance, si prefieren algo menos premeditado y más rentable, pueden cambiar de opinión al principio, antes de comprometerse. Al estilo de Groucho Marx:
“Bailaría con usted hasta que las ranas críen pelo. Mejor pensado, prefiero bailar con una rana hasta que usted críe pelo.”
Existe una tercera opción: un razonable y satisfactorio juego a tres. O incluso que uno o los dos eslabones de la cadena, oculten una trastienda llena de repuestos, con la muda e implícita aceptación de todos los implicados. La pasión, el sexo, se convertiría así en el bálsamo que permite que el engranaje ruede, que el rozamiento disminuya. No sé. ¿Será verdad como dijo en una ocasión Robert Louis Stevenson que lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare?
Tal vez, solo tal vez, todo sea válido. Porque ya saben lo que decía Paracelso:
“El veneno está en la dosis.”
¿Y ustedes que piensan?
Pues eso.