Como el ama de don Quijote, María Antonia pasaba de los cuarenta cuando vino a servir a casa. Allá por el final de la década de los sesenta, muertos sus padres en el pueblo sin dejar mas herencia que una humilde casilla y el recuerdo de algún bofetón inconveniente, se encontró, como en un folletín de Corín Tellado, soltera y sola en la vida. Movida por la necesidad y la fuerza de su fatalismo castellano -lo que tenga que ser, será- llegó a los madriles en busca de mejor fortuna. Una paisana venida meses antes a la casa de una vecina, la recomendó fervientemente:
-La Antonia es "mu" burra, pero "mu honrá" y "mu" limpia.
A mi madre le parecieron bien tales cualidades.
Efectivamente, era bajita, tosca y robusta. Silenciosa y activa, llevaba a cabo con rudeza, pero con eficacia, las duras tareas de un hogar de aquella época. Insensible a las bajas temperaturas de nuestra vivienda - piso principal de altos techos con siete balcones a la calle, pero naturalmente, sin calefacción- llevaba las mangas remangadas por encima del codo "para poder fregar bien, sin mojarse los puños." Comía poco aunque con abundante pan, pareciendo imposible que de tan breve e inadecuada ingesta nacieran tan bravas calorías.