-Yasmín, dame la mano.
La mano de Yasmín, fina y menuda, se pierde en mi mano grande de médico, como un minúsculo pez. Es una mano analfabeta de caricias, sin código, sin lenguaje, ambigua, que no huele: como una piedra. Como si la parte de barro de Adán que le ha tocado en suerte, no se hubiera hecho persona en ella todavía. La mano de Yasmín -nueve años apenas estrenados- me provoca un profundo respeto.
Salimos de su solitaria y fría habitación de hospital, y la llevo obediente pero sin entusiasmo, sin arrastrar los pies pero sin presteza, a la sala de estar donde juegan los niños enfermos que pueden hacerlo. Niños rubios o morenos, bulliciosos o tristes, conquistados o conquistadores, dolientes o recuperados, obstinados o dóciles... pero amados. Niños que se miran y se hablan, que se entienden, que tienen en común una lengua, un pasado, un nido tibio y reconocible donde reinar.