Descubrí su piel suave, tersa, húmeda y caliente cuando en aquel apagón general nos tropezamos de bruces en la negritud de la escalera. Casi nos besamos sin querer, o tal vez queriendo. El contacto de nuestros cuerpos se prolongó mas allá del instante necesario.
-Es que tengo miedo de la oscuridad -me dijo.
Nos cogimos de la mano a tientas. A tientas bajamos las escaleras, como ciegos novatos.
Yo mientras adivinaba su edad, acertaba su edad núbil apenas estrenada. Me atreví a acariciar ligeramente sus dedos con los míos. Sentí la dulzura del roce de su piel, y soñé con la salubridad de su gusto, con el agrio de su sudor, con la frescura de su aroma, con la voracidad contenida de su mordisco, con la delicia de su posesión.
Luego, en el portal, confundidos con otros vecinos, presos del rubor y de la realidad soltamos nuestras manos y nos perdimos. Cuando la claridad naciente de la calle penetró en la oscuridad de la entrada del edificio, miré con ansiedad buscando su rostro. Pero no supe reconocerlo.
Desde entonces, nadie quiere subir conmigo en el ascensor. Dicen que estoy loco, porque cierro los ojos, y toco sus cuerpos, sus caras y sus manos buscando aquella piel, como un ciego novato.