Sumergida en la piscina, flotando entre dos aguas, como jugando, podía tocar con delectación todo su cuerpo: recorría los pies, desde los dedos de pequeñas uñas pintadas de rojo hasta los estrechos tobillos, mientras acentuaba, aleteando brevemente con un pequeño movimiento de sus rodillas, el dibujo convexo de su empeine; subía por sus piernas cuidadosamente depiladas ampliando el hueco de sus manos sobre sus gemelos, dulcemente torneados y a la vez poderosos; pasaba suavemente por sus muslos largos y volubles como peces; llegaba a las caderas mas bien estrechas y las rodeaba por detrás recreándose en la curva empinada de sus nalgas; abrazaba la breve cintura de muñeca con los brazos cruzados por delante de su ombligo, y subía hasta las axilas para acunar los senos pequeños que nacían con fuerza de los pectorales entrenados por miles de brazadas; rodeaba delicadamente los pezones de color violeta, erectos por el constante batir del agua, y luego alcanzaba los hombros anchos, robustos, rectos, de nadadora, y el cuello firme, redondo y femenino. Así, de noche, en la piscina de aquel hotel de lujo de Lanzarote de imposibles formas geométricas que simulaban escondites de sirena, con la blanca luz artificial que nacía desde dentro del agua dibujando su silueta, con su austero bañador de entrenamiento – los hombros metidos, el escote alto hasta el cuello, la espalda desnuda cruzada por dos anchos tirantes, la mitad de sus nalgas descubierta- Laura parecía una jovencita.
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