Sumergida en la piscina, flotando entre dos aguas, como jugando, podía tocar con delectación todo su cuerpo: recorría los pies, desde los dedos de pequeñas uñas pintadas de rojo hasta los estrechos tobillos, mientras acentuaba, aleteando brevemente con un pequeño movimiento de sus rodillas, el dibujo convexo de su empeine; subía por sus piernas cuidadosamente depiladas ampliando el hueco de sus manos sobre sus gemelos, dulcemente torneados y a la vez poderosos; pasaba suavemente por sus muslos largos y volubles como peces; llegaba a las caderas mas bien estrechas y las rodeaba por detrás recreándose en la curva empinada de sus nalgas; abrazaba la breve cintura de muñeca con los brazos cruzados por delante de su ombligo, y subía hasta las axilas para acunar los senos pequeños que nacían con fuerza de los pectorales entrenados por miles de brazadas; rodeaba delicadamente los pezones de color violeta, erectos por el constante batir del agua, y luego alcanzaba los hombros anchos, robustos, rectos, de nadadora, y el cuello firme, redondo y femenino. Así, de noche, en la piscina de aquel hotel de lujo de Lanzarote de imposibles formas geométricas que simulaban escondites de sirena, con la blanca luz artificial que nacía desde dentro del agua dibujando su silueta, con su austero bañador de entrenamiento – los hombros metidos, el escote alto hasta el cuello, la espalda desnuda cruzada por dos anchos tirantes, la mitad de sus nalgas descubierta- Laura parecía una jovencita.
Pero no lo era.
Desde los 18 años en que siguiendo a su grupo de amigas de la facultad, se había apuntado a un cursillo de natación, no había dejado de nadar: en invierno en las piscinas cubiertas, en verano en la playa, en los ríos o, como ahora, en la exótica piscina de un moderno complejo hotelero.
Encontraba en el agua, en sus evoluciones, en la energía que tenía que emplear, en la disciplina a la que gustosamente se sometía en su incesante competición consigo misma, un placer difícil de explicar. Salía del agua agotada y resplandeciente, representando un cuadro a la vez ancestral y futurista, como si un resucitado Boticcelli hubiese pintado una nueva versión de “Venus naciendo de la aguas”.
Aquel verano había elegido las islas Canarias para pasar sus vacaciones. Cumpliría durante ellas cincuenta años, y quería tener un recuerdo especial. Todavía le parecía mentira que fuese a cumplir cincuenta años. Medio siglo. Mas de media vida. A menudo se preguntaba cuando se sentiría vieja, cuando tendría que dejar de nadar, cuando su cuerpo perdería la tersura y los contornos dejarían de ser firmes. Es verdad que no era igual que cuando tenía veinte o treinta años. Pero sorprendentemente y en contra de lo que solía ocurrir con otras mujeres, ella mantenía una figura hermosa, que junto a sus andares atléticos, flexibles y ondulantes, llamaba la atención de muchos hombres. Su cara graciosa, aniñada, su pelo oscuro corto y rizado, y sus ojos rasgados y claros, seguían componiendo un conjunto atractivo. Y ella lo sabía.
-La soltería te mantiene joven- decía riendo a los que le preguntaban su “secreto”. Sin embargo, no sólo estaba soltera: estaba sola.
Paseaba por la orilla de la playa, leía a la sombra de los árboles del jardín, comía observando las concurridas mesas del restaurante, como una misteriosa artista de incógnito lo habría hecho: absolutamente sola. En realidad, no la importaba. Como siempre, había proyectado su viaje con la única finalidad de nadar en un ambiente diferente. Y eso se hacía mejor sola.
Pero no siempre fue así. A los 20 años se había enamorado locamente, como sólo se enamora uno a los 20 años, de un hombre 10 años mayor que ella. Se lo presentó una amiga de una forma casual, la susurró al oído ternuras nunca oídas, y ya no pudo pensar en otra cosa. Fueron cinco años de noviazgo de los de antes, de salidas los fines de semana al cine o a bailar, de besos furtivos, de palabras hermosas, de sueños, de alegrías y también de dulces penas, como suele ser cualquier amor. Fueron cinco años de abandono de si misma, de despersonalización, de mirar solo por los ojos de aquel hombre, que sin embargo, no estaban mirando por ella.
Cuando un buen día Adolfo le dijo que tenían que dejarlo, que tenía otra novia de toda la vida en su pueblo, que se había quedado embarazada y que se tenía que casar con ella, Laura creyó morir. No fue sólo el abandono. Fue el engaño, la burla, el juego con su vida como si ésta fuese simplemente una ficha de poco valor que no importaba perder. Durante meses sus padres temieron por sus salud. Apenas comía, la echaron del trabajo, y dejo de nadar. Cambiaron de ciudad y de ambiente, y sólo el tiempo que todo lo cura permitió que de nuevo el color volviera a sus mejillas y la sonrisa a su cara. Trabajó de nuevo con ahínco, y progresó extraordinariamente alcanzando en la empresa privada puestos de responsabilidad con grandes compensaciones económicas, lo que no le resultó difícil dada su preparación universitaria en aquellos años setenta en pleno desarrollo. Pero dolida y desengañada, se prometió que nunca mas amaría a nadie, guardando en el fondo de su corazón un odio inmortal hacia aquel hombre por el que antes, hubiera dado la vida.
Dio unas cuantas brazadas rápidas. Le gustaba nadar de noche en las piscinas de lujo. Fuera la penumbra, y dentro, el agua blanca, iluminada, transparente y audaz. Parecía que el mundo se hubiese puesto boca abajo, y ella nadase –volase- por el cielo luminoso, mientras la tierra se mantenía oscura y misteriosa. La noche cambiaba la apariencia de las cosas. O tal vez, solo permitía ver la auténtica realidad enmascarada durante el día: otros colores, otras sombras, otra temperatura, otros sonidos, e incluso otras personas. ¿Quién sabía cual era la verdad? Salió del agua para tirarse de nuevo de cabeza, en una última zambullida nocturna, en una despedida ritual en la que recorría buceando gracias al prodigio de sus entrenados pulmones, todo el ancho de la piscina. Y entonces fue cuando vio en la profundidad aquel reflejo dorado que despertó su curiosidad. Tomo aire, rastreó nuevamente el fondo y lo cogió. Era una pequeña medalla de oro.
-Se le habrá perdido a alguien – pensó- pero ha tenido suerte de que yo la encuentre. Mañana la dejaré en recepción.
Se secó brevemente, se anudó el pareo amarillo y naranja a la cintura y subió a la habitación. Allí se preparó para bajar a cenar, uno de los momentos mas relajantes y distraídos del día: se duchó, arreglo su pelo fosco y moderno, se pintó una gruesa raya negra acentuando la línea rasgada de sus ojos, y se puso un vestido ajustado que marcaba su silueta. Se miró en el espejo. Le gustaba estar guapa. Al salir cogió la medalla de oro, y jugueteó con ella brevemente mientras esperaba al ascensor. La miró sin demasiado interés. En la cara de la medalla aparecía la imagen de un santo con barba y bastón florido, uno cualquiera, tal vez un modelo aplicable a muchos santos varones. Le resulto familiar, y no la extrañó. ¡Habría tantas medallas iguales! Dio la vuelta, y cuando vio la inscripción, se quedó petrificada.
-“No me dejes, aunque lo merezca.”
Naturalmente era una frase rogatoria dirigida al santo, pero esa era la frase que ella había grabado en la medalla que le regaló a Adolfo en uno de sus cumpleaños, en un juego de palabras que llevaba implícito una plegaria amorosa.
¿Sería posible que Adolfo estuviera allí? Después de tantos años, tal vez volviese a verle. Sintió un excitación casi insoportable. Le vería, si, le arrojaría a la cara todo el desprecio que en aquel momento, cegada por el amor y la pena, no supo escupirle. Nunca antes le había buscado ni siquiera para demostrarle su odio. Habría sido demasiado humillante. Pero ahora... por casualidad... ¡Que magnífico regalo de cumpleaños¡
Volvió a la habitación como quien huye, ocultándose por los pasillos. No quería arriesgarse a que la viese deambular por el hotel sin haber preparado cuidadosamente su venganza. Pidió un bocadillo y unas frutas y se paró a pensar.
No obstante no todo estaba tan claro. Podía ser que la medalla fuese de otro turista cualquiera, aunque era difícil repetir aquella dedicatoria tan personalmente elegida. O tal vez, la hubiese perdido un hijo, un familiar de Adolfo. O su mujer. ¿Podría haberle regalado lo que con tanto amor ella le dió? Todas las conjeturas eran posibles. Así que decidida a salir de dudas llamó a recepción, y preguntó si alguien había informado de la pérdida de una joya.
- Efectivamente señora. Un caballero la ha reclamado.
- Pues bien, yo la tengo. Me gustaría entregársela a mi misma, así que por favor, avísele que mañana por la noche, a las nueve, estaré en el recinto de la piscina para devolvérsela. – Y aunque suponía que si era Adolfo la reconocería, añadió- Llevaré un pareo azul turquesa.
Siempre le había gustado ese color: esa mezcla insólita de azul y verde, como si el césped y el agua de la piscina se hubiesen fundido en un abrazo indisoluble. Como si la hierba le hubiese dicho al agua “no me dejes aunque lo merezca, aunque te absorba y te haga desaparecer, aunque te consuma y te desgaste, aunque después de tu entrega, parezca que no estás, que no has existido nunca...” y el agua en prueba de su amor, de su abandono, hubiese regalado parte de su color azul, al color verde de su amada...
Sonrió. Seguía siendo romántica. Pero esta vez, sería distinto.
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A las nueve de la noche Marta estaba sentada en una mesa de las pocas que ocupaban la zona norte del recinto de la piscina. Situada frente a la entrada con un libro entre las manos, dominaba a la perfección el paisaje, de forma que veía quien entraba mucho antes de que la hubiesen visto a ella. Aparentemente era un anochecer de verano más en el que bajaba a nadar como siempre. Pero su corazón ardía de coraje y ansiedad. Tantas veces había imaginado que se encontraba con Adolfo, que le lanzaba su rencor y su asco, que ahora parecía que solo era una repetición más.
Entró un joven de unos veintitantos años. Podría ser el hijo. Esperó con la respiración contenida, pero el chico pasó de largo dirigiéndose directamente a la barra del bar. Las nueve y diez. Tal vez no viniese. Tal vez había descubierto que era ella y prefería perder la medalla a encontrarla de nuevo. Eso estropearía su triunfo. Otra vez abandonada. En cualquier caso, no esperaría más. Cerro el libro bruscamente dispuesta a levantarse, cuando le vio aparecer presuroso.
Le reconoció inmediatamente. La imagen que tantas veces se había obligado a recordar, temerosa de que el tiempo desdibujase sus facciones confundiendo su profundo rencor, estaba allí sin apenas cambios. Los sesenta años de Adolfo no habían conseguido rebajar su prestancia. Había perdido pelo y ganado algunos kilos, pero seguía siendo un hombre interesante. Mantenía ese aspecto de guerrero medieval que tantas veces la había hecho soñar entre sus brazos que era una princesa: Los pasos largos y seguros, la espalda derecha, las manos grandes que en otro tiempo habían acariciado su cintura, cuando eran para ella su nadir y su cenit.
-Ni siquiera el tiempo se ha cebado en él- pensó con una mezcla de admiración y rabia.
Adolfo buscó, todavía con aquella mirada intensa y avasalladora de su juventud, a una mujer con un pareo color turquesa, y advirtiéndola al otro lado de la piscina se dirigió airoso y galante a su encuentro.
-Perdone mi retraso pero... –la disculpa se interrumpió bruscamente, mientras la miraba con los ojos absortos y alucinados del incrédulo que presencia un milagro - ¿Laura? -no habría sido mayor el efecto si le hubiese alcanzado un rayo- ¿Es posible que seas tu?
-Si –respondió desafiante- soy yo.
A ambos les temblaban los labios: A Laura de odio retenido. A Adolfo, de congoja.
De pronto el hombre palideció, se sentó anonadado, y tapándose la cara con las manos enormes empezó a llorar sin posible disimulo. Eso era lo único que Laura no había previsto. En todos sus imaginativos ensayos, esa era la única reacción que nunca había supuesto. Esperó desconcertada y en silencio el desarrollo de los acontecimientos. Aquel hombre corpulento, algo calvo y lloroso, no era el enemigo perturbador que ella esperaba. La miro a los ojos entre lágrimas.
- Sigues siendo tan hermosa y tan niña como antes.
Estuvo a punto de contestarle “que te crees tu eso”, pero calló. La miraba con arrobamiento y dulzura, pero comprobó con alivio que eso no la desasosegaba ya. Adolfo comenzó a serenarse y finalmente dejó de llorar.
Laura seguía callada, y el entendió que era su turno.
-Estoy aquí en una convención de vinateros, defendiendo los vinos que cosecho en mis tierras. Sigo viviendo en el pueblo, y mis negocios vinícolas han ido cada vez mejor. Sin embargo mi vida personal es un desastre. Fui cobarde cuando te abandoné, y mil veces me he arrepentido de ello. Me casé sin ilusión y tuvimos un hijo que creció inexplicablemente feliz en un ambiente de discusiones y desamores. Cuando ya mayorcito salió de casa a estudiar a la ciudad, consideré pagada mi culpa, y liberado en gran parte de la responsabilidad de criar a un hijo, me separé de mi mujer. Volví entonces a buscarte, aún a riego de encontrarte felizmente casada con otro. Pero estaba necesitado de tu perdón y de un pequeño rescoldo de amor, o al menos, de compasión. Pero no tuve suerte. Habías dejado tu domicilio y tu trabajo hacía muchos años, y nadie sabía de ti. Desistí, y desde entonces vivo solo y triste, sumergido en el trabajo y alimentado por los recuerdos. Créeme: No hay cosa peor que hacerse viejo, y comprobar que uno ha malgastado su vida en una empresa equivocada. He sufrido mucho, te he recordado siempre, te he amado pese a todo. Nunca separé tu medalla de mi pecho, hasta ayer, en que la providencia quiso que la perdiese para que tu la encontrases. Aún te quiero. No sé que es de tu vida, si estás libre, si podrías volver a intentar quererme. Pero si es así, te lo ruego, ahora que te he encontrado, -cogió la medalla que estaba en la mesa, como un testigo mudo de aquel encuentro- “no me dejes, aunque lo merezca”.
Laura estaba atónita. ¡Que diferente era todo de cómo ella lo había pensado! Le tenía ahí, a sus pies, humillado. Si era verdad lo que había contado –realmente parecía sincero, y además, no tenía motivo para mentir de nuevo - había sido desgraciado incluso sin su intervención. Había recibido su castigo, y ahora podía ensañarse, tal como había esperado. Incluso mejor. Podía insultarle, reírse, despreciarle, hasta tal vez, abofetearle...
Pero de pronto se dio cuenta de que toda esa fantasía premeditada que ahora podía ser realidad, no la hacía feliz. Aquel pobre hombre era solo un fantasma de su pasado, cada vez mas débil y difuso. Curiosamente casi no le importaba lo que estaba diciendo. Sentía que le hablaba desde otro tiempo, desde otra vida que ahora, le resultaba ajena y lejana. Comprendió que había vivido sujeta a un holograma, y ahora que le daba el sol, se desvanecía. Si bien era cierto que hacía mucho que había dejado de quererle, ahora había dejado también de odiarle. Y sorprendentemente, se sintió libre y feliz.
Adolfo esperaba inquieto su respuesta. Un gesto de simpatía, o quizás, un arrebato de furia, cualquier cosa podía significar que aún conseguía conmoverla, y que tal vez, aún estuviese a tiempo de reconquistarla, de comenzar de nuevo, de conseguir pasar los últimos años de su vida, sino en un apasionado amor, sí en una profunda amistad. Verdaderamente la casualidad había dado un vuelco a su inacabada historia. La miró a los ojos expectante.
Laura se levanto. Desató su pareo dejando ver su cuerpo ágil y hermoso de nadadora.
-Adiós Adolfo- le dijo mientras le daba un beso impersonal y definitivo en los labios sorprendidos.
Le volvió la espalda y se zambulló de cabeza, como cada noche, en aquel agua de color turquesa como su pareo, y ahora también como sus ojos. Se dejó caer hasta el fondo sin apenas moverse, sin oponer resistencia, y luego tomando impulso con los pies, subió haciendo giros de serpiente. Y sintió que el agua discurría ligera entre sus piernas, sus muslos, sus senos, su espalda, sus hombros, sus brazos, y sus manos, lavándola, limpiándola, liberándola, en una purificación final, de todo vestigio de dolor.