Los ojos de agua de Galeote son espejos transparentes. En el fondo de su mirada se adivinan profundidades misteriosas, fantasías indescriptibles, abismos interminables. Cuando otea el horizonte, apenas perceptible la línea brumosa y ondulada que separa el cielo del mar, todo se tiñe de azul. Azul, azul, azul. El cielo, el mar, sus ojos.
Se podrían pasar horas mirándole mirar: sentado semidesnudo en lo alto del acantilado; el pelo rubio cayendo en madejas de largas rastas sobre sus hombros tostados y todavía femeninos; su cuerpo de prepúber aún minúsculo y lampiño, casi rosado. Parece un extraño ángel sin sexo ni alas preparado para echar a volar, tal vez fatídicamente, de un momento a otro.
Sus manos blandas de niño restriegan sus ojos, apartan el cabello de la frente y se esconden huidizas bajo las calientes axilas. Todo él se balancea con un leve movimiento pendular: adelante, atrás, adelante, atrás, adelante, atrás. Siente frío. El sol se cubre de tonos morados como si un luto súbito y universal le vistiera, y la brisa fresca de la costa mediterránea, minimizado su ardoroso enemigo, se crece y deambula con violencia entre los pinos y las rastas rubias de Galeote.
-Otra tarde más sin resultado -piensa - Pero tal vez mañana…
Tal vez mañana. Desde más allá de donde su vista alcanza, un atardecer, el inmenso pájaro de fuego emergerá ostentoso en la lejanía, quien sabe si hijo antónimo del agua y el aire, hermano apócrifo de la tierra y el sol. Volará sobre el poblado, sus chozas, sus rebaños. Aleteará sobre sus ancianos, sus mujeres y sus niños. Planeará sobre los hombres fuertes, los jóvenes, los dominantes. Batirá sus alas sobre sus cabezas erguido y majestuoso, luminoso y audaz.
Y cuando su sombra de gigante los acoja, anidará en el cerebro de los que, admirados por su belleza, queden prendidos en su imagen gloriosa.
Y entonces, todos enloquecerán.
El augur lo ha visto en sus vaticinios, dibujada la bárbara visión sobre la sangre ritual del gallo sacrificado a los dioses. Los unos contra los otros, madres despiadadas contra hijos feroces, enfermos patéticos contra viejos brutales, el débil contra el fuerte, el fuerte contra todos, destrucción, exterminio, aniquilamiento.
Solo de pensarlo el niño se estremece. O tal vez solo tirita. ¡Tiene tanto frío! Debe irse. Su madre le estará esperando como cada anochecer sentada en el suelo a la puerta de la choza. No sabe porqué siempre le mira con tristeza. Le recibe anhelante, le abraza con fuerza, casi con violencia. Luego le acaricia la frente, le besa en los ojos trasparentes y musita, como si cantase:
- Mi niño, mi pequeño, mi pobrecito Galeote…
La enigmática amargura de su madre le desazona. La mira buscando un porqué, esperando una respuesta silenciosa que le permita reconstruir su cara, pintarla del color de la alegría que el recuerda y quedó prendida en la litografía amarillenta de los tiempos pasados. Pero noche tras noche, las caricias se siguen de melancolía y pesar.
Quizás hoy sonría. Quizás.
Pero debe irse ya. Más atrás, en el bosque de pinos retorcidos y apretados, una voluminosa pila de leña y hojarasca se levanta redonda y oscura como una chepa hostil en el lomo de la meseta.
-Ya es un montón muy grande, pero por si acaso…
Nuevas ramas de árbol engordan el cúmulo reseco. Más. Otra más. Como todos los días. Así lo deben estar haciendo los otros, los varones del poblado que nacidos bajo la misma luna pueden conmutar -solo ellos- la terrible amenaza. Los cuatro protectores como él que vigilan los restantes límites de la aldea. Como él amontonan la leña seca que formará la pira incendiaria que creará la hoguera purificadora que engendrará el humo tenebroso que cegará al pájaro de fuego, llevándole a la destrucción y la muerte.
Gaelote ansía firmemente que sean sus ojos de agua los que primero divisen el peligro, que sean sus blandas manos las que primero prendan la llama, y que su corazón cargado de amor y odio sea el que defienda a su pueblo con mayor ardor. Su afán es llegar a ser el héroe admirado. El salvador.
Tirita de nuevo. Se frota con fuerza los hombros y el pecho intentando conjurar al frío con el frugal calor de su piel excitada. Dirige una última mirada a la lejanía cargada de deseo y casi de desesperación. Cierra sus ojos transparentes matizados ahora de violeta como el sol del poniente que se muere y espera. Y como respuesta, como una concesión milagrosa a su plegaria, un rumor sordo y gris brota de todas partes. Un cuchicheo inocente al principio, que en segundos, crece, se multiplica, se agiganta hasta tal punto que se convierte en rugido de tsunami, en trueno de tornado, en fragor de hecatombe. Un estruendo ensordecedor que se eleva, le paraliza, le inunda y anula sus oídos.
Allí está. El pájaro de fuego. El dorso plateado reluce con destellos cárdenos y dorados robados al sol del ocaso. Las alas extendidas, inmóviles, avanzan sin un aleteo que las desvíe de su ruta ciega y sagrada. Su cola llameante deja una estela efímera de fuego blanco, como un encaje de espuma sobre el cielo tornasolado. El pájaro de fuego.
Galeote está fascinado, absorto, deslumbrado entre el temor y la admiración. El corazón galopa en su pecho como los caballos salvajes de la pradera baja. Su tórax es ahora una tambor de melodía monocorde, cada vez más rápida, cada vez más dominadora.
Sabe que no puede mirarlo más o se volverá loco también. Con la respiración entrecortada, coge con sus manos finas, pequeñas y blandas, pero ya firmes de hombre, la tea mortecina cuidadosamente conservada en su refugio de piedras, la resucita con el soplo entrecortado de su aliento y la acerca a aquel montón de leña seca, sedienta de fuego. La frondosa broza chisporrotea ávida, se enciende, se crece, forma llamas como lenguas de gigante que lamen y extienden velozmente el fuego liberador.
Galeote suda, tirita, tiembla, se estremece, sacude las rastas de su pelo que se prenden también en la furia devastadora. Pero él solo piensa en la salvación de su poblado, en alejar aquél hermoso pájaro de locura que quiere anidar en su cerebro. Coge con sus blandas y pequeñas manos ahora de héroe, una rama llameante, inmensa, resplandeciente en su autodestrucción, y corre de un lado a otro acercándola a los árboles, a los secos matojos, a la hierba amarilla. Tropieza, cae, rueda por la vertiente en un remolino confuso de luz y carne, y en su camino, convertido en una tea viviente, dibuja con su pelo llameante una espeluznante trayectoria de fuego.
La hierba arde. Los matojos arden. Los árboles arden. El bosque arde.
Un humo negro, denso, irrespirable comienza a pintar de gris plomizo el cielo amoratado. El pájaro de fuego, perdido su brillo plateado, indecisas sus alas, teñida su blanca estela de mechas oscuras, da la vuelta y desaparece.
Si. Eso es. Al fin el pájaro de la locura ha sido vencido.
Galeote siente una paz interior indecible. Un sueño dulce y doloroso le va llenando como a un odre desde los pies a la cabeza. Antes de cerrar los ojos de espejo transparente - rojo, dorado, negro- lanza una última mirada a su alrededor. Llamas escuetas, ascuas agonizantes, humaredas densas, cenizas en confeti.
La desolación evidente solo es esplendor en su cabeza.
Sonríe. Ha vencido.
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Los bomberos han conseguido evacuar en pocas horas a todos los habitantes de la urbanización de lujo de las costa mediterránea. El incendio forestal avanzaba rápidamente hacia los chalés. La estrategia anti-incendios que el ayuntamiento tiene perfectamente diseñada, parecía por completo insuficiente. Pero un cambio de viento ha llevado las llamas hacia el mar evitando males mayores.
-Ha habido suerte, mucha suerte- suspira el jefe del equipo de extinción- Con esta sequía, con este calor y casi de noche…
El balance del desastre se cierra finalmente con ocho hectáreas de bosque calcinado, tres coches alcanzados por las llamas en siniestro total, un bombero con un esguince de tobillo y un niño con quemaduras de segundo grado en el veinte por ciento de su cuerpo.
-Mucha suerte…
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Los cuatro amigos silenciosos y graves, apenas levantan los ojos del suelo. Sorprende su seriedad, sus refrescos intactos, sus golosinas desparramadas sobre la mesilla, sus 12 años demasiado reflexivos. El televisor de monedas enclavado en lo alto de la pared de aquella habitación de hospital, emite en un tono bajo la noticia del último incendio del verano, probablemente causado por una chispa escapada del ascua del cigarrillo de algún descuidado conductor de automóvil.
Galeote les mira desde su cama articulada lleno de gasas y vendajes almohadillados. Sin embargo, no parece sufrir. Les guiña un ojo brillante de pomada con un gesto de complicidad.
- La misión está cumplida. El pájaro de fuego ya no volverá. Podemos estar tranquilos. El poblado se ha salvado. Y lo he salvado yo.
El chico más alto, el que tiene aspecto de líder, se remueve inquieto en su asiento.
-Déjalo ya Nacho. ¡Maldito juego de rol! ¡Mira lo que ha pasado! El bosque quemado, tu herido, y todo por una tontería. No era así. No era así. Te lo has tomado demasiado en serio. Has ido demasiado lejos. Es peligroso y me da miedo. Yo nunca más volveré a jugar. Conmigo no contéis ya en el futuro.
Un murmullo de aquiescencia y pesadumbre surge de las bocas adolescentes. Están tristes. El juego de rol “Poblado amenazado” se les ha escapado de las manos. Nunca mas volverán a jugar. Nunca más volverán a hablar de ello. Será su secreto. Quedará para siempre en la selva pantanosa de los recuerdos olvidados.
Galeote-Nacho sacude su cabeza jaspeada de cortos mechones chamuscados. No contesta. No lo precisa. Sabe que los héroes pocas veces son comprendidos por los que les rodean. Es su silencio existe cierta majestad recién adquirida. Se siente feliz. Muy feliz. Y muy cansado. Necesita relajarse, recobrar fuerzas, descansar. Se lo merece. Ha trabajado duro. Es un héroe.
Pone un dedo sobre sus labios en señal de silencio. Los cuatro amigos salen de la habitación sin hacer ruido. La madre entra con un paso largo y pausado. Tiene la mirada triste y dulce de una resignación largamente entrenada. Acaricia la frente del niño quemado, le besa los ojos transparentes y entornados y musita, como si cantase:
-Mi niño, mi pequeño, mi pobrecito Nacho...
Galeote-Nacho incitado por la tierna voz de arrullo rueda por la cama y se vuelve hacia ella perezosamente. Dobla las rodillas, cruza los brazos sobre su pecho, y queda en una dulce y recordada posición fetal. Los latidos de su corazón se hacen más lentos, la respiración más profunda. La boca relajada se entreabre, los músculos se aflojan.
Entonces, el pájaro de fuego que anida en su cerebro se sienta sobre sus patas, esponja las alas, dobla el cuello, picotea el plumón de su pecho y lo alisa meticulosamente, esconde la cabeza entre las plumas, parpadea tres veces, y finalmente, cierra los ojos.
Los dos duermen...