Tan ordenado como culto, Augusto goza saboreando la música barroca, lee la lírica dieciochesca, abomina de la pintura abstracta, y nunca se acuesta más tarde de las once. Jamás se le ha visto sin corbata. Tiene los ojos verdes, del verde brillante del olivo en primavera, pero apaga su esplendor con unas gafas de anticuada concha marrón. Lleva el pelo hacia atrás, tan tirante como la gomina y el peine le permiten, descubriendo unas breves sienes onduladas.
Aunque ha dedicado la mitad de su vida al estudio del ser humano nunca ha llegado a comprenderlo. Ni siquiera se entiende a si mismo cuando repetidamente, secretamente, inexplicablemente, sueña que alcanza quiméricos destinos tan alejados de su realidad como las estrellas lo están del fondo de los mares a los que alumbran.
Sin embargo, gracias a su versatilidad y a la biblioteca instalada en su cerebro privilegiado, se ha convertido a sus cuarenta años recién sobrepasados en un acreditado escritor de libros de auto-ayuda -“Cómo ser feliz en la vida diaria”; “La virtud de escuchar”; “La educación de los hijos”; “El matrimonio perdurable”- al que sigue con fanática devoción una nutrida corte de lectores adictos. Requerido constantemente por universidades, casinos, ateneos, agrupaciones culturales minoritarias y otros colectivos más o menos intelectuales, imparte conferencias y escribe artículos ciertamente bien considerados.
Augusto, tan ordenado como culto, carece de vanidad, de enemigos violentos, de amores lujuriosos, de vicios aceptados, de ambiciones o rencores ajenos… pero no de sueños.
Tan desmedido como impredecible, Valentino aprecia sin mesura el vino de reserva y los cócteles de alta graduación escrupulosamente preparados. Se jacta de no haber leído un libro completo desde hace años, casi desde que dejó la universidad, y de que confunde el nombre de las cinco mujeres populares a las que hace el amor cada semana.
Periodista de los ecos de sociedad de una revista de amores, lujo, sexo y economía, transita de fiesta en fiesta recogiendo confidencias fruto del alcohol y de otras hierbas. Su lengua voraz le convierte en temido, mas que en respetado, y precisamente por eso, es halagado constantemente.
Tiene los ojos verdes, del verde del olivo en el otoño. En el borde de su iris se adivina la devastación de una corta vida incorregiblemente desaforada.
Su pelo oscuro, siempre cuidadosamente desordenado, se derrumba en mechones sobre la frente, proporcionándole un toque infantil y tierno. Es hermoso, y lo sabe, pero su corazón se oprime cuando, más a menudo de lo que quisiera, piensa en el incierto rumbo de su bulliciosa vida.
Valentino, tan desmedido como impredecible, posee vanidad, presume de ser asediado por las mujeres, es bebedor y juerguista inveterado, vive en una obstinada compulsión… y sueña.
Augusto y Valentino, tan distintos, son amigos a pesar de todo. Es uno de esos apegos que tras avatares y silencios prolongados, tras enflaquecimientos casi agónicos, sigue vivo asombrosamente porque es poco exigente. Se encuentran tres o cuatro veces al año como dos viajeros en tránsito constante, y otras tantas se telefonean para ponerse al día de los últimos libros del uno y de los recientes devaneos del otro. Esta chocante amistad sorprende a propios y extraños, y tal vez ellos mismos no acaban de explicarse muy bien lo que les une.
En sus momentos más íntimos, en la soledad más recatada, Augusto reconstruye para si mismo las historias de Valentino y consigue sentirse protagonista de los abrazos apasionados de exuberantes beldades, de las tortuosas noches de desenfreno y vigilia, y de los cotidianos amaneceres de ojeras y camas revueltas. Sueña con recorrer recepciones y festejos, alternar de uno a otro local, de uno a otro palacio, y saciar su insatisfecho e insólito deseo de una vida excéntrica y escabrosa. Piensa que seguir ese camino sin perderse en la espiral que lo dibuja es todo un arte que requiere una fuerza interior, una galanura mental y física, que solo Valentino posee. Y le admira por ello.
A su vez, Valentino alaba la colosal erudición de su amigo y siente una oscura envidia del solemne respeto con que se escuchan sus conferencias, del apasionamiento con que se leen sus tratados, de su ecuanimidad y prudencia, de sus amanecidas tranquilas y fructíferas en creaciones filosóficas y psicológicas. Hastiado de su agitada existencia siente la tremenda frustración del que se deja llevar y nunca llega a alcanzar aquel pedestal en que la sociedad coloca a los dignos de ser inmortales.
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Esa velada Augusto y Valentino han bebido. Uno un poco más y otro un poco menos de la cuenta. El exceso y el defecto se han combinado de tal manera que pueden permitirse confesiones inesperadas. Ambos se revelan mutuamente atraídos de una forma irresistible por el estilo de vida del otro. La curiosidad les lleva a formular una idea, una propuesta descabellada, que poco a poco, va tomando cuerpo, va creciendo con vida propia ajena a cualquier raciocinio. La tentación es tan sugerente, que los dos finalmente caen rendidos, aceptando el estrambótico acuerdo nacido no se sabe bien cómo: durante veinticuatro horas Augusto será Valentino y Valentino será Augusto.
Apenas decidida la suplantación, como en un presagio de reencarnación, ya Valentino habla como Augusto. Filosofa y se pregunta, cómo estar seguros de que viajamos en la dirección correcta, de que el destino adoptado es el que nos estaba adjudicado, de que cumplimos el sueño que Dios piensa para nosotros. Entorna los párpados, apoya la sien sobre su mano, y parece meditar.
Casi al instante y del mismo modo, Augusto se acerca peligrosamente al verbo simplista y nada refinado de Valentino, acotando las respuestas en un “quién sabe” breve y descuidado, mientras se quita las gafas descubriendo la luz hermosa de su mirada miope.
Articulando la farsa, ambos se aleccionan cuidadosamente sobre el contenido de sus respectivas agendas en el día elegido.
Valentino debe escribir y entregar un editorial acerca de la educación de los hijos en la pubertad a Psico-magic, una prestigiosa revista de psicología divulgativa, y responder después telefónicamente a una locutora de Bondenza Radio Nacional, una de las cadenas de máxima audiencia en horario prime time, que versará sobre la fidelidad en el amor. Valentino acepta de buen grado y se compromete a que, sobre cualquier otra cosa, escribirá y enviará a tiempo a la revista el artículo y responderá a las preguntas de la radiofónica interlocutora.
En justa correspondencia Valentino alecciona a Augusto meticulosamente: aquella tarde debe acudir a tres cócteles de la sociedad más guapa de la ciudad, y ya en la madrugada, a una fiesta de la discoteca más elegante donde espera conocer a nuevas figuras más o menos rutilantes. Debe hablar con cuantos más mejor, tomar buena nota de todo lo que oiga, hacer fotos subrepticiamente y después entregar la información a la agencia para la que trabaja. Su carné de periodista le abrirá las puertas sin reparos. Camuflado en la noche, cambiado el peinado y sin gafas, se parece mucho a su amigo. El resto es su responsabilidad.
Antes de acabar de hablar, ya Augusto ha revuelto su pelo negro al personalísimo estilo de Valentino.
El sueño y la realidad empiezan a mezclarse convulsivamente.
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Valentino pasa el día de la prueba en una lucha infructuosa con las musas. Las páginas siguen el blanco tras intentos repetidos de inspiración en máximas y aforismos mientras la papelera del ordenador se llena de megas inútiles. La ausencia de alcohol, paradójicamente, adormece su imaginación y solo se le ocurren vaguedades y puntos comunes. Finalmente, abrumado por el peso del compromiso, intenta recordar sus años de adolescente y con esfuerzo, consigue juntar las novecientas palabras requeridas rememorando sus propias experiencias. Agotado por el esfuerzo, llegada la hora de la entrevista, asustado de pronto por el directo de la emisora de radio que le obliga a una agilidad mental y a una elocuencia desacostumbrada en sus relaciones sociales, responde a locutora acerca de la fidelidad, para él algo inexplorado, con parquedad y lentitud, como si le pesasen los vocablos en el esfuerzo de emitirlos. Al final del día, tan solo agradece la desacostumbrada hora temprana en que se mete en la cama, huyendo avergonzado por su ignorancia y pastoso vocabulario.
Por el contrario, el día elegido Augusto llega eufórico, brillante y conquistador al primer cóctel. Pero hasta los ángeles se aburren del paraíso. El segundo brebaje le cae a trasmano y los ojos comienzan a traicionarle, más aún cuando no lleva las gafas protectoras, viendo borrosas las caras de los invitados. Las notas de sociedad son concretas, y teme confundir los emparejamientos de según quién contra quién. El estómago se le levanta con la tercera libación, y ya poco puede hacer. El sonido estruendoso de la música no consigue amortiguar sus pesimistas pensamientos. La marea de la noche le sorprende, le atropella, le invalida. En la discoteca, aquella mujer vestida de leopardo agazapado se le arrima demasiado, y casi sin saber como, se la encuentra en su cama al día siguiente, la mirada emborronada de rimel y carmín. Apesadumbrado, extenuado, estuporoso se levanta con la lengua áspera y gruesa, como de otra boca; los ojos vidriosos, los párpados pegados buscando las gafas como un niño a su madre perdida; el cuerpo se abre dolorido no recuerda por que extraña gimnasia… y jura que nunca más pasará una jornada como esta
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En el reencuentro, Augusto y Valentino deciden que a partir de ese momento, los experimentos se harán con gaseosa. Que por admirable que parezca la vida del otro, por atractivas que resulten las vivencias del amigo fascinante, cada uno está en el lugar que debe estar. Jamás Valentino envidiará la vida pausada y literariamente rica de su camarada que tantos quebraderos de cabeza le ha costado. Augusto asegura que el esfuerzo de la vertiginosa existencia de Valentino es admirable, y que como pensaba en un principio, es precisa una condición especial, una capacidad misteriosa, quizá congénita más que entrenada, para sobrellevar tanta agitación y entrega.
Se dan la mano, y esta vez es posible que tarden mucho más tiempo en verse. Ya ninguno de ellos precisará emular con la imaginación la vida del contrario, convencidos al fin de que su camino, es el correcto, y de que todo está bien.
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Apenas unos días después de que Augusto vuelva a su ordenada vida, suena el teléfono y una sugerente voz femenina le agradece la entrevista realizada unas fechas anteriores. La voz joven y sensual elogia la profundidad de su pensamiento -la fidelidad en el amor ¿recuerda?- la riqueza de su contenido pese a lo escueto de sus frases. Precisamente eso es lo que más le atrae de los hombres, -su austeridad, su firmeza- y ella, que es feminista y resuelta, quisiera salir con él, conocerle, tratarle, y tal vez amarle. Augusto acepta sorprendido, porque al fin y al cabo, ella desea en Augusto a Valentino, y él no va a sacarla del error. Al día siguiente, acude a la cita armado bajo el brazo con el periódico cuyo crítico más furibundo y cruel alaba el editorial sobre la educación de los hijos publicado en Psico-magic hace unos días.
-Ya era hora de que Augusto Roncal rompiera con su estilo recargado y poco objetivo. Ha renacido por fin de sus propias cenizas manieristas- dice la intrépida entradilla de la columna.
Esa misma noche, Valentino recibe un inesperado correo electrónico.
-Soy yo. No puedes haberme olvidado. Desde la otra noche no he dejado de pensar en ti. Hagámoslo todo de nuevo. Te espero en la puerta de la discoteca a las doce. No tardes. Bajo el abrigo solo llevaré tus palabras colgadas en mi cintura. Y hace frío.
Valentino sonríe.
-Iré. Claro que iré. ¡Quien lo iba a decir! Este Augustito “nunca he roto un plato”…
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A veces soñamos que soñamos, y solo estamos recordando que vivimos. A veces vivimos mágicamente, con la magia robada de los sueños.
Aurora Guerra Tapia
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