Te dejo
a cambio la sequía,
la piel erizada de la tierra,
el marrón pergamino,
las arenas doradas,
y hasta el barro y el cieno posesivo.
Te cedo
también las fértiles raíces,
los troncos erectos,
los torcidos,
los tallos de colores,
y las piedras esculpidas de los ríos.
Y no olvido
los cauces rebosantes,
y los secos,
y las simas enhebradas en sus rizos.
Te doy
las cordilleras
y las sierras quebradas y violetas,
con sus picos.
Toma
si quieres los volcanes
convulsos de espasmos prohibidos,
y los glaciares con lengua sin voz,
por su capricho.
Pero dame tu agua.
Agua,
mar,
mar irritado o convencido,
y el temblor que cimbrea el horizonte,
fundido en el azul de tus dominios.
Dame
los surcos sin arado,
fraudulentos,
que dibuja el homúnculo marino
simulando el sudor de un gran esfuerzo.
Y la brújula de sal y de reflejos
que transmuta luna y sol
en mil ombligos.
Quiero
esa vida oscura inasequible,
de las aguas profundas del olvido,
y esa otra que ruge entre las olas
con la fuerza y el ritmo de un latido.
Hagamos finalmente,
por si gano,
el juego que propone mi artificio:
Mi tierra por tu agua.
Esa es mi apuesta.
Porque el mar,
norte o sur,
es mi destino.