Manuel me mira a los ojos.
Mira mis ojos de mujer apenas maquillados, mis ojos de médico ampliados y protegidos por unas gafas de pasta transparente, continuamente inquisitivos, a menudo cansados, casi siempre compasivos, tal vez hoy, algo inteligentes. Mis ojos miopes y asépticos que se enfrentan a diario al código cartesiano de las existencias dañadas, al jeroglífico absurdo de la enfermedad incurable, a las cuartillas emborronadas por el sufrimiento de cada cual.
Manuel, mi paciente más temido, el paradigma de mi debilidad, la demostración de mi fracaso, me mira a los ojos obstinadamente. Pero esta vez es un Manuel distinto que me estremece, me perturba, me sobrecoge. Esta vez es un Manuel que inexplicablemente me conmueve y me transporta a una dimensión anónima y desconocida hasta ahora entre nosotros. Me mira insistentemente, inmóvil mientras su silueta en contraluz se perfila sobre el cristal de la ventana, que juega a ser el paisaje de la foto de nuestro encuentro. El día esta gris y tengo frío. La sensación de que el cielo entumecido cae en escombros de desolación sobre las aceras de mineral y de ruido, me atenaza. Me mira incansablemente, como si fuese la primera vez que me ve. Y yo, contagiada, casi no le reconozco. Es como si el Manuel cotidiano que conocí, hubiese deshabitado el cuerpo que me saluda.
Le atiendo desde hace más de veinte años, desde mis comienzos como dermatóloga. Le he visto acudir mes a mes, año a año, sin desánimo ni concesiones, displicente, provocador, gritando a media voz el orgullo y la fuerza del vencido que no se rinde. Aunque el cesto de frutas de su vida rezumaba olores agrios y sabor amargo, su boca nunca dejó de morder, intransigente como un hueso, áspera como una lija, pidiendo justicia.
Cuando vino por primera vez, me doblaba la edad, y arrastraba una historia de confusión y desesperanza. Su piel eternamente enferma le sometía a una existencia mermada y constreñida. Su envergadura imponente ejercía sobre mí más autoridad que la de mi título de médico sobre él. Me exigía el fin de su dolor, de su discriminación. La infalibilidad que yo pretendía otorgar a la medicina basada en la evidencia no era más que una selva de letras en la que nos perdíamos continuamente.
-Su enfermedad es crónica y difícil de tratar. La ciencia no puede hacer más.
Entonces sus dedos minuciosos y felinos me enseñaban otra vez, por enésima y atormentada vez, las pústulas de miseria, los nódulos de vergüenza, las escamas de desdicha, con la rabia y determinación del toro hostigado que en la plaza sabe su suerte.
Y su mirada retadora me reclamaba, me exigía con violencia que le curase, que yo fuese la médico sublime que todo lo sabe, porque esa era mi obligación y para eso había estudiado: para hacer el milagro.
En cada visita, yo repetía mi disquisición, enriquecía mi impaciencia, acrecentaba mi desconcierto. Esa impotencia recóndita que no quería reconocer me atenazaba en su presencia. Invariablemente diseñaba y prescribía un tratamiento nuevo, una lista heterogénea de medidas que yo intuía de antemano inútiles. Su piel, su genética, su circunstancia, habían grabado ya un destino inamovible.
Cuando Manuel finalizada la visita salía de la consulta, decepcionado y desdeñoso por mi incapacidad, yo sentía un peso inmenso sobre mis hombros de pobre mujer. Hubiera querido que no volviese más, que cambiase de médico, que reivindicase en otra parte su derecho a otro mejor, al mejor de todos los médicos, a aquel que yo no era, que no sabía, que no podía ser.
Veinte años de consultas. Veinte años con la mirada de Manuel como un permanente escupitajo de humillación, como una incoherencia poderosa que derrumba al ídolo de barro que pretende sustentarme. Veinte años de claves pueriles, de firmamentos vacíos, de escarpadas espirales de oscuridad.
Pero hoy todo es diferente. Por primera vez, Manuel no ha venido solo. Su tutor de la residencia de ancianos le acompaña y le sujeta del brazo mientras se aproxima. Su figura colosal se ha empequeñecido y su andar erguido y ligero se ha vuelto tan lento como resignado. Su porte arrogante se ha deshecho, y es ahora un fragmento de no se que clase grandeza rota.
-Adelante Manuel, pase y siéntese.
Mira al suelo mientras el aire oxidado con su cansancio, invade mis pulmones de un olor amargo. Busco en su aura o en su sombra un vestigio de aquella insolencia que me hacía minúscula, de aquella fuerza que me obligaba a luchar frente a él, con él, por él, y solo encuentro el abatimiento de un viejo domado finalmente. Prefería aquel toro desafiante y pendenciero a este manso sometido.
Un mar de desaliento nos asedia.
Manuel sabe esta vez que ya esta llegando al final del camino. Que ya no puede revocarse de su boca la tristeza de cada lunes, la monotonía de cada martes, la simpleza de cada miércoles. Que ya es un hombre desnudo, realquilado en el abandono gris de las sábanas limpias y los yogures desnatados.
Esta vez Manuel, no enarbola orgullo o impertinencia. No reclama nada. Como un exiliado de la vida, se ha sentado frente a mi ajeno al fragor del encuentro de otras veces, y ha cruzado las piernas ayudándose con los brazos y las manos, como si sus muslos llagados pesasen más que el hierro o la mentira.
Y entonces me ha mirado a los ojos. Por primera vez, desde hace veinte años, se me ha llenado el alma con su mirada de un frescor de patio interior en primavera. Hemos recobrado la tibieza de la inocencia, la fraternidad de los seres humanos desguarnecidos de ataduras e intereses. Me ha mirado condescendiente, amable.
-Hemos interpretado la función, haciendo cada uno nuestro papel- parece decirme- y tenía que ser así. Tú no tenías la culpa.
El acompañante, usurpador de nuestra intimidad, me pregunta por la nueva crema, y si el antihistamínico está contraindicado con la pastilla de la tensión.
Manuel sonríe indulgente, lúcido, paladeando en su cerebro el eco de un lenguaje obsoleto e inútil. Ya no le importan sus pústulas, sus nódulos, sus escamas. Entre él y yo se ha creado un espacio nuevo, un gesto de complicidad, un entendimiento secreto.
Lentamente, con esfuerzo, comienza la tarea de alzarse del asiento intentando sujetar con un desesperado impulso, el bulto de soledad que carga sobre su espalda.
Entonces yo, me he adelantado presurosa, le he cogido con mis brazos inexplicablemente fuertes bajo las axilas, y le he levantado como si fuese una pluma, con la misma suavidad y ternura con la que sujetaría a un recién nacido. Le he sentido frágil y firme a la vez, abandonado y tranquilo en mi abrazo inesperado.
Me ha mirado de nuevo, y un revuelo de luz ha brillado en sus ojos. Nos hemos asomado a la vez, el uno dentro del otro, y emboscados en el pudor y el silencio, hemos escrito la última página.
Al llegar a la puerta, nos hemos dado la mano largamente.
- Bueno doctora. Hasta la próxima.
No sé bien si ha sido una despedida. O tal vez un encuentro disfrazado de adiós. Solo sé que al cerrarse la puerta, he sentido un escalofrío. La ventana, espectadora eterna e inmutable, empieza a hacerse opaca, empañado el cristal de respiraciones y alientos.
Fuera sigue haciendo frío.
Me arrebujo en mi bata blanca, cierro los ojos, y una tibieza reconfortante invade mi cuerpo y difunde a las recetas, a los bolígrafos, a las gasas, a la clorhexidina, a la pantalla del ordenador, a la mesa, a las sillas.
-Que pase el siguiente.
La puerta se abre y entra un nuevo paciente. No recuerdo su cara ni su nombre. Pero no importa.
Es un ser humano.
Y me siento feliz por ser médico.