Como el ama de don Quijote, María Antonia pasaba de los cuarenta cuando vino a servir a casa. Allá por el final de la década de los sesenta, muertos sus padres en el pueblo sin dejar mas herencia que una humilde casilla y el recuerdo de algún bofetón inconveniente, se encontró, como en un folletín de Corín Tellado, soltera y sola en la vida. Movida por la necesidad y la fuerza de su fatalismo castellano -lo que tenga que ser, será- llegó a los madriles en busca de mejor fortuna. Una paisana venida meses antes a la casa de una vecina, la recomendó fervientemente:
-La Antonia es "mu" burra, pero "mu honrá" y "mu" limpia.
A mi madre le parecieron bien tales cualidades.
Efectivamente, era bajita, tosca y robusta. Silenciosa y activa, llevaba a cabo con rudeza, pero con eficacia, las duras tareas de un hogar de aquella época. Insensible a las bajas temperaturas de nuestra vivienda - piso principal de altos techos con siete balcones a la calle, pero naturalmente, sin calefacción- llevaba las mangas remangadas por encima del codo "para poder fregar bien, sin mojarse los puños." Comía poco aunque con abundante pan, pareciendo imposible que de tan breve e inadecuada ingesta nacieran tan bravas calorías.
Por aquel entonces, en el mercado del progreso de la España eurovisiva (Massiel acabada de ganar el primer premio del festival de la canción europea con su canción "La, la, la") apareció la fregona: Un palo largo rematado por un mocho de flecos de tejido de algodón, que previamente humedecidos en agua jabonosa, permitían limpiar el pavimento sin agacharse. ¡Qué gran adelanto! Fregar sin tener que tirarse al suelo, humillar la espalda y frotar, frotar y frotar con estropajo y jabón, aquellos baldosines ásperos, fríos y desagradecidos. Sin embargo a María Antonia aquello le pareció un invento para vagos, y tardó mucho en aceptar su uso.
Cocinaba con amor y economía. Es verdad que los tiempos no estaban para tirar nada. Pero ella sabía rebozar las pencas de las acelgas con tal gracia, que parecían bocados exquisitos preparados para la mesa del mas sibarita gourmet. ¡Y qué ricas estaban, blandas y jugosas por dentro, crujientes y crepitantes por fuera, coronadas por rizadas puntillas de huevo dorado!...
La radio era su compañía inseparable. Paseaba de habitación en habitación haciendo camas, limpiando cristales o sacudiendo alfombras, llevando siempre de cuarto en cuarto el transistor con adoración, mimo y una cierta dosis de temor, al considerar dotado de misterio el hecho de que, por aquella caja de metal y plástico, saliesen voces tan poderosas como las de Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, Joaquín Peláez, Matilde Vilariño, o Manuel Lorenzo.
Así las cosas, María Antonia habría sido completamente feliz sino fuese por su soltería. No es que echase de menos la presencia de un marido. En su opinión los hombres eran un mal necesario, "como el pecado, que debe existir para que después brille la gracia de Dios." Pero ese estado de celibato cegaba su deseo mas ardiente: Tener hijos. Aquella cara habitualmente hermética y cabal, se transformaba en presencia de un niño.
Inocente criaturita, pajarico indefenso, angelito de la Virgen y otras ternezas similares brotaban vehementes de su boca verborréica, mientras le besaba afanosamente -daba igual que fuese una remilgada visita de cumplido, que el hijo de la portera, de toda confianza- hasta que la madre de turno le rescataba de sus posesivos brazos.
Afortunadamente María Antonia satisfacía a diario su frustrado instinto maternal conmigo, con "su niña" como solía llamarme siempre, pese a las poco convincentes correcciones de mi madre:
-La niña se llama Elena, y es mía- le decía, seria pero sin hostilidad, íntimamente agradecida por aquel amor desinteresado y febril hacia uno de sus hijos. Pero no hubo manera. María Antonia continuó considerándome su niña, y mi madre, poco a poco fué cediendo en sus advertencias, hasta que finalmente asumió que su hija debía ser compartida con aquella mujer austera entregada a un único afecto.
Yo, su niña, apenas tres añitos, de blanca carita redonda con oscuras trencitas enmarcando mis mofletes, me sentía feliz a su lado. Me quedaba boquiabierta viendo la marejada de espumas que volaban entre sus dedos cuando, en sus escasos ratos de ocio, cogía los bolillos. Aquellos palillos torneados, vestidos con hilos blancos que colgaban de unos alfileres prendidos en una almohadilla... y sus manos. Parecían tener vida propia: Tris, tras, tin, tin, tras. Y el encaje aparecía como por arte de magia.
-Tata, yo "quero".
Y entonces ella, con dulce paciencia, me sentaba en sus rodillas, cogía con las suyas mis manitas gordezuelas, y los hilos volaban. Yo esperaba mientras me dejaba llevar, indolente, segura de que al fin, aquellos hilos aparentemente enredados, surgirían transformados - duquesa, torchón, guipur, numérico, chantilly- en un milagro que se repetía día a día, liturgia tras liturgia, de las manos de mi tata.
Fué cuando nació mi hermano pequeño, aquel bebé calvo y gordo que sólo sabía llorar, cuando el organigrama familiar, tan bien asentado hasta entonces, dio un vuelco morrocotudo: De ser mi persona el sol de nuestro sistema solar, pasé a ser uno de los planetas, sin mas importancia que el jilguero que cantaba en la cocina. Las miradas pasaban sobre mí apenas un instante, para detenerse regocijadamente en el nuevo rey. La necesidad de recuperar mi condición previa era perentoria. Pero mi madre siempre tenía en brazos a aquel estúpido llorón. Entonces, olvidada del mundo, me escondía en la despensa, ese cuarto hoy inexistente sustituido por el frigorífico, situado en la parte mas fresca y mas oscura de la casa, con pequeñas ventanas ocluídas por una rejilla de tela metálica y abiertas al patio de luces. En la despensa a mi siempre me olía a queso.
La tata venía gritando:
-¿Donde está mi niña? ¿Donde está mi tesoro?
Me sacaba a rastras de mi encierro voluntario, me secaba las lágrimas, apoyaba mi carita sobre su fornido pecho y me acunaba lentamente al ritmo de su generoso corazón.
Bum-bum, bum-bum, bum-bum- sentía mi oreja pegada a su piel. Aquel sonido rítmico y sereno, apaciguaba mi rabia, disolvía mi temor, me reconciliaba con la vida, me hipnotizaba. Era otro milagro, como el de los bolillos. Aquel bum-bum era mío, solo mío, creado por mi tata para mí: Bum-bum, bum-bum, bum-bum, te-quiero, te-quiero, te-quiero...
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Cuando cumplió los 65 años, María Antonia quiso volver a su pueblo. Yo acababa de casarme, y el piso, sin su niña, le parecía una cárcel.
-Ahora puedo jubilarme - bien ganado se lo tenía- y regresar a mi casa.
Su casa, envejecida como ella, pero como ella viva. Seis gallinas, un reducido huerto en la parte de atrás -tomateras. pepineras y pimenteras en verano; repollos y lombardas en invierno; perejil, hierbabuena y cilantros en los huecos de los surcos todo el año- y un breve jardín a base de tiestos, en el frente, eran su edén en miniatura: La esquina con rosales trepadores de rosas amarillas, que parecían brillar más con el ocaso del día; las hortensias azules y violetas en la zona mas umbría, al lado de la puerta, humildes y poderosas en su plenitud, como guardianes anónimos; los geranios- pelargonios rojos, blancos o rosados; los llamados de hierro, con su banda oscura festoneando el borde de las hojas; la rara variedad marta, de pétalos de dos colores- ocupando cualquier hueco, dibujando banderas imposibles. Y en lo alto de la pared, sujeto por una amplia añilla de hierro, rozando su cabeza pero sin alcanzarla nunca, tal vez como un símbolo de que nunca lo necesitó, el amor de hombre, de largos tallos colgantes repletos de verdes hojas, como una vanguardista cortina de flecos.
Yo la voy a ver casi todos los meses. Cuando diviso su casita toco el claxon seis veces -pi-pi, pi-pi, pi-pi- como si latiera el corazón del coche. La tata suelta los bolillos, pues aunque ve algo peor, aún es dueña de sus manos, y avanza con los brazos abiertos:
- ¡Mi niña, viene mi niña!
Después, recostadas en el sofá, busco su pecho y su latido. Sigue viva en nosotros la complicidad de esa música rítmica que nos une como un inalámbrico cordón umbilical, que me serena y me seduce. Así abrazadas, hablamos de todo: Mi trabajo, sus tomates, mi marido, sus geranios, mis hijos que no llegan, nuestro mayor pesar...
A veces me deja jugar -nunca aprendí de verdad- con los bolillos. Ella se ríe complaciente, y luego viene a corregir mis errores. El último otoño, temerosa de su soledad y sus años, le he regalado un teléfono portátil.
-Mira tata, esto es un móvil. No necesitas cables, ni luz, ni nada. Lo puedes llevar al huerto o cuando vas a la compra. Solo marcas el número, estés donde estés, y hablas. Yo estaré al otro lado. ¿Ves? Tengo uno igualito al tuyo. Si me necesitas llámame. Yo también lo haré.
Sorprendentemente a tenor de lo que le costó aceptar la fregona, María Antonia ha recibido con ilusión y ha integrado este nuevo elemento modernista en su rutina. Nunca me llama, pero yo lo hago todas las semanas y siempre contesta con una rapidez tal que demuestra que el móvil, forma ya parte de su vida como en su momento ocurrió con el transistor: de día, en el bolsillo de su amplio delantal; de noche en la mesilla junto al viejo reloj despertador y al pié de mi foto, con su blanca lucecita intermitente y continua, como una ofrenda en el altar profano de su niña estéril.
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Esta mañana he llamado a la tata, aunque aún no había transcurrido una semana desde la última vez que hablamos. Mi corazón desbordado por una felicidad esperada y no conocida, necesitaba al suyo.
-¡Tata, tata, voy a tener un niño! Al fin tendremos un hijo. También será tuyo, tata. Tuyo y nuestro. Pero tengo miedo. No se si sabré... ¿Querrás venir a cuidarlo conmigo? ¿Querrás?
María Antonia se ha quedado muda, estremecida. Sus entrañas se han revuelto, han despertado en su vejez milagrosamente fecundada, y ha temblado, Yerma derrotada, embriagada de dicha y plenitud.
- Tata, tata, ¿me escuchas?
María Antonia ha bajado lentamente el móvil desde su oreja hasta su pecho, y lo ha presionado con las dos manos sobre su excitado corazón. Su latido ha llegado a mi a través del aire, de las ondas, del espacio, con claridad y determinación, diciéndomelo todo: su emoción infinita, su generosidad ilimitada, su entrega inconmensurable.
La tata con su genial inocencia, con su amor infinito, ha respondido a mi pregunta con un mensaje, con un icono, con un nuevo emoticón nunca inventado. El más perfecto de todos: el latido de su corazón.